Con “La
colina de los niños”, Germán Hernández nos ofrece un cuentario sólido, en
tiempos que creemos flacos para el cuento nacional. Su logro se caracteriza por
la habilidad narrativa, la sencillez del lenguaje y la inmediatez de las
historias. Aquí tenemos desde amores frustrados por la falta de convicción para
luchar por el afecto, pasando por la primera eyaculación de un fulano
cualquiera en un ambiente oníricamente febril, para desembocar en piezas casi
mínimas, intencionadamente dedicadas a seres queridos, bajo el pretexto de la
amistad o, al menos, de la cercanía; afinidades electivas, como alguien más ya
lo dijo con toda propiedad.
La frase
honesta, llana, sentida, caracteriza la prosa de Hernández, quien bajo esa
honestidad logra construcciones hermosas pero terribles, como aquella del
agente de ventas que improvisa un affaire
al recoger a una muchacha desequilibrada del borde de la carretera:
“Luego me alejé con la esperanza de que me
odiaría al despertar”.
Un acierto
más lo constituye el hecho de la jerga local, usada con tino y cuidado. ¿A qué
me refiero? Pues al simple hecho de que Germán utiliza aquellas palabras que
integran nuestro lenguaje cotidiano –ese que hablamos todos los días, al dejar
de lado las apariencias– pero sin por ello caer en una apología de la pachucada,
ni en un ánimo de ligereza. Es muy estimulante, leer las cuitas de personajes
ticos, que hablan como ticos. A manera de ejemplo, el lector podrá referenciarse
con el relato “Soledades”:
“Pero mae, no se ponga a jetiar ni se quede
mirando su dulce mirada ni el brillo sonámbulo de sus ojos bajo la luna, porque
no vinimos por ella, vinimos por su carne, vea la jugada y después no se queje,
yo le dije que viniera armado porque usté no sabe cómo son los maiceros de
aquí, es como quitarles una hija, por eso la vara del taxi no nos funcionó la
otra vez…”.
Y en una
demostración de su oficio, el autor pasa de este manejo de la jerigonza, a
relatos profundos y soberbiamente logrados, como el que cierra el cuentario, en
el cual, el juego de corte íntimo y surrealista, nos lleva a un episodio
manejado al mejor estilo de un Paul Auster; un cuento cuyo final deja al lector
con el ácido de la pregunta en el cielo de la boca; que se termina bruscamente,
pero destilando elegancia.
Desde el
semen y la orina, a través de libros robados y vacas introducidas en microbuses
de servicio escolar, Germán nos “condena para siempre a un lugar terrible,
desconocido e incierto” y que, justo por eso, es un buen lugar.
Gustavo Arroyo, febrero 2016.
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