Como dato
de inicio, apuntaremos que en este poemario de Jeymer Gamboa, se percibe con
claridad la coexistencia de tres intenciones totalmente diferenciadas, que
además obedecen a la separación temporal entre sendos momentos creativos. En
general, el estilo es afanadamente limpio, llano, comunicativo, sin parafernalia
ni rodeo innecesario. En cada una de la facetas referidas, la poesía pretende
decir, evocar, cuajar la palabra en la escena, y dejarla allí fija como un
problema para el lector; problema por lo que dice, y no por cómo lo dice. Amén
de lo anterior, uno de los factores que más seduce del libro es la cercanía
evidente, juguetona, direccionada y, a veces hasta peligrosa, entre el discurso
poético y el narrativo; esas bellas áreas grises donde ya no se distingue
predominio, y distinguirlo es lo que menos interesa. Durante toda esta obra, si
algo le creí a Jeymer es que nos ofrece poesía, por encima de las formas y
etiquetas que se nos han vuelto un vicio silencioso.
La primera
parte del poemario, destaca por su estética de enlace entre el elemento común y
la imagen prolija. Es quizá en esta parte en la que la metáfora brilla con una
intención de mayor propiedad individual:
“Ayer en el tren pensé en la palabra tempestad
mientras el sol naranja iluminaba las ventanas
y las sombras consecutivas de los árboles
hipnotizaban una parte áspera de nuestra
mente”.
De un
segundo momento de la obra, bajo el motivo “Nuestra película de las
vacaciones”, se desprende una poética mucho más ambiciosa y declarativa, dentro
de la cual destaca el muy largo y maravilloso poema “La insistencia de la luz”.
Ahora, la metáfora es el poema completo, más aún, parece estar del todo fuera
del poema, y solo puede ser aprehendida si se ingiere el mismo y luego se
guarda la distancia necesaria. Un estilo basado en la extrañeza de lo simple,
depurado como pocos lo han conseguido en nuestro medio –especialmente por no
atreverse a echar mano del recurso que pareciera más visible, pero de más rudo
dominio–. Entonces, la figura literaria alcanza su mayor pureza, justo a partir
de la imposibilidad de hallarla aislada en los textos. La ejemplificación aclara
lo anterior:
“Lo sensorial está en el aire,
revuelto con polución y ondas radioeléctricas,
como esos indicios atmosféricos
que advierten los animales antes del
terremoto”.
Finalmente,
el tercer movimiento de la cantata, es quizá el de mayor nivel antológico, ya
que se agrupan en su espacio una serie de textos que funcionan muy bien
separados, pero que también logran unidad en el conjunto asimétrico de su
acomodo. En este apartado, un estilo aún más llano, donde los poemas alcanzan
su sentido generalmente en las líneas finales, y con un remate que oscila entre
ironía y desencanto. Como el nombre de la sección lo informa, “Días ordinarios”
describe una variedad de eventos que ocurren en tiempos distintos. Poemas mucho
más cortos, que a veces parecen telegramas; en los que, al igual que en el
resto de la obra, los recuerdos cosidos en la memoria juegan un papel
fundamental. Es en esta parte del poemario en la que se advierte un mayor
riesgo, pues por el tamaño y la forma del discurso, los textos se quedan en el
filo de la consecución o la ausencia de funcionalidad. En todo caso, esta
parece ser una intención más del autor. De nuevo, me explico a partir del
texto:
“Mañana comienzan las obras
para hacer subterráneo
el tendido eléctrico.
A las ocho de la mañana
los pájaros miran llegar
los cascos amarillos”.
Sin lugar a
dudas, ya sean estas razonables o rebuscadas, el trabajo que Jeymer Gamboa aquí
nos presenta, es obra de gran riesgo y belleza. Una cofradía de textos en los
cuales destaca la intención y el convencimiento; elementos sin los cuales la
poesía acaba tan solo en palabras.
Gustavo Arroyo, enero 2016.