El elemento macizo de este
cuentario de Mauricio Ventanas, su rasgo de identidad, es el hecho de
relacionar, de forma sui generis y elegante, a los seres humanos con otras
especies de vertebrados, para luego perfilar el caballo de batalla: las vértebras
son sinónimo de derrota, y como ser vertebrado “mayor”, el humano es el exponente
de la derrota absoluta. Veámoslo así, en la derivación del mismo autor: “La historia en realidad es una red inmensa
de bifurcaciones que se abren cada vez que uno parece morir, da marcha atrás
por aquel camino cerrado de la inexistencia, olvida el final y sigue viviendo
en otra dirección del tiempo. Eso es, básicamente, para los que puedan
recordar”. Una forma depurada de expresar el concepto de derrota perpetua.
La vida humana es un ritual de
comunicación mayormente infructuosa; primero, por las toscas limitaciones para
traducir pensamientos en palabras, luego, para compartir esas palabras que son
poco menos que cartuchos vacíos. Pero en ese afán de intentarlo, el ser humano
envía claves a los seres que comparten los rudimentos de la espina dorsal. Eso
hace Mauricio en esta obra: enviar códigos de comunicación a vertebrados no
humanos, para tratar de comunicarse con los vertebrados humanos; un diálogo de
entidades cruzadas. Veamos: “El cantinero
le descuelga lo que resta de su vencida mirada: ‘Fue en defensa propia’,
intentando descifrar esa extraña comunicación instantánea que suele surgir en
las condiciones más inusuales entre el ser humano y cualquier otro vertebrado”.
Realmente conmovedor y fino,
resulta el relato Basuremia; historia de un vertebrado que asume la epifanía
y/o la alucinación, y como labor vital renuncia “evangélicamente” a todo, con
el fin de rescatar libros de Heidegger de todos los basureros del mundo.
Ustedes dirán: el tema ancestral del diamante entre el carbón; yo les
contestaré: sí y no. Porque el vertebrado desciende hasta los abismos, con el
fin de incendiar la derrota, y regresa moralmente inválido: doblemente
derrotado, a través del tamiz de la ansiedad materializada; aquí el diamante se
derrite. Es en este relato que se encuentra una de las frases más bellas que
Mauricio teje en su cuentario, bella por reunir, en una misma sangre, el filo
de la simpleza y el sisma de la profundidad: “Reímos un rato y pensé que tal vez no es tan necesario entender a
Heidegger para ser feliz; solo buscarlo un rato en los basureros, donde tantas
otras cosas se pierden igual, de la manera más incomprensible”.
Observamos la preocupación
filosófica, tejida en el cuentario, con la habilidad de quien logra la puntada
sin enseñar nunca la aguja. El ser filosofa desde su condición vertebral, lo
que hace presumir diferentes tipos de actividad intelectual especulativa, a
partir de diferentes tipos de vertebración, lo cual, aparte de innovador,
resulta incendiario. Si no es así, qué sentido podría tener el juego de
Mauricio: “Tengo una vértebra; luego,
existo. Luego soy esta cosa erecta que transita la tierra en busca de una
presa, un refugio, una rama, un berzo”. El ser humano no es esa única cosa
erecta que se mueve en el planeta. El tema da para antologías.
A manera de epílogo, la poesía
del cuento final. Una reflexión sobre la necesidad de la escritura, que no es
garantía de su posteridad ni de consecución alguna. En “Reminíscides” el autor narra
a través de la poesía, y hace suyo el problema existencial de la escritura.
Logra entonces fuego a partir del humo, un fuego abrasador pero silencioso: “Si no quedara nombre sobre nombre, ni el
desagravio de alguna memoria; si no nos salvaran las fiestas, los desfalcos,
los malabares de un buen subterfugio legal, ni los hijos, ni los orgasmos, las
iglesias, los puentes, las cartas y las bibliotecas… repletas de poemas, ¿habrá
estado bien? ¿Habrá sido útil? ¿Habrá sido suficiente?”.
Desde luego, la respuesta
nunca llegará.